Realidoflexia: Acción de modificar la realidad a través de dobleces, flexiones y torciones para conseguir lo irreal.

30 dic 2011

¿Estarás allí cuando encuentre?

¿Estarás allí cuando encuentre?
El sol se habrá orinado en su vestido mundano
En el ciclo eterno, sembraré olvido
Dejaré, entre galaxias, esta piel de mantaraya
Crecerá fuego en las líneas de mis manos
Cortaré los hilos del titiritero polvoso
De los huertos maravillosos, sacaré raíces de luz
y alimentaré al océano con ellas
Una a una, abriré las puertas que guardan la sangre
El dolor descansará quieto en mis brazos
Habré visto a través del cuero delgado del cielo
la gran obra humana
En mi navaja habrá restos de lo degollado
Daré fin al ciclón ardiente
En mi boca sólo habrá agua transparente
y la beberé
hasta saciarme
la beberé.
¿Estarás aquí cuando encuentre?

25 oct 2011

En las estrellas

En las estrellas ven el futuro
o el pasado.
Yo
capto
los destellos de un dios
que cada noche se acerca para decirnos que está lejos
que tiene yemas de huevo en las pupilas
que en su vientre crece el vacío
que no se extiende ni se contrae
sólo respira
que le gusta robar doncellas cuando creen que están despiertas
que a veces se agita en colores brillantes:
jacaranda, mangle, mar profundo, vagina abierta
es él a quien se le abren los poros en la noche
y suda luz
calma su ansias de dios.

Constelación
Condenación
Saxofonación
Sexocatón
Estación
Afilada baraja del sonido secreto
Las piedras suenan a niebla
mantienen sus ojos brillantes cercanos al futuro
espolvorean su historia trasuniversal
piedras en el mundo, estelas de cometas
pinceladas de sublimación
condensación de días
trashumanción
perpetua

6 ago 2011

Berlín otra vez




Estoy en mi habitación berlinesa, de unos treinta metros cuadrados. Aquí huele a blues. Estoy excitado de la gran vida que vibra a mi alrededor y en mi interior. Me siento contento, incluso feliz. Cynthia me proveyó de las mis alimentos preferidos. Entre otros, de cine, arte y cerveza.

Empezamos el día en el museo del cine de Berlín. Tiene una entrada impresionante de espejos y proyecciones de lo clásico: Dr. Zhivago, Marlene Dietrich, Metrópolis, Nosferatu, etc. Impacta, te deja mudo, ver el cine multiplicado y a ti en ese espacio escheriano. El museo de tres niveles cuenta con memorabilia de las diferentes épocas del cine alemán. Empieza con tomas mudas de 1907 del emperador, tipo las de Porfirio Díaz. Siguen filmaciones de esas en blanco y negro retocadas con color por manos de mujeres, porque era más barato. Hay una pantalla con sillones donde se ven escenas de las divas de la primera época del cine germano. Una selección de escenas de una actriz que expresa con su rostro y manos el amor y desamor, provocó que una lágrima saliera de mis ojos. Fue cosa de ver la alegría y el dolor de un ser humano, de una mujer, como todas y como la que tienes contigo.

Siguen las películas clásicas. Muestras de los guiones originales de Metrópolis, una maqueta de Dr. Calligari. Hay un piso completo dedicado a Marlene Dietrich: vestidos, películas, guantes, maletas, caja de maquillaje, canciones y demás.

La parte dedicada al cine del Tercer Rich (Nacional Socialismo, Hitler) está en un espacio frío, metálico, donde asoman manijas de gavetas, tipo morgue. Sacas una gaveta y sale una grabación pro-nazi, otra, y ves propaganda antisemita.

Finalmente, está la parte dedicada al cine de post-guerra. Lo mejor es un mural donde se muestran los pósters de las películas más taquilleras en cada parte de la Alemania dividida: en la parte occidental pululan las dedicas a apaches, vaqueros, comedias; en la oriental, los dramas como el de “Yo, Christina F”. Película que conocí gracias a Manuel Díaz, un gran carnal, y gran película. Los cabrones del museo no dejan tomar fotos ni grabar. Me llamaron la atención por hacer clic a mi cámara. Después, me advirtió que “ya me había avisado una vez que no podía”. Dije “Ahora tomo video. ¿Tampoco se puede?” Me dijo que no. Compré algunas postales. Estuve a punto de comprar el guión de Dr. Caligari pero la carestía económica y Cynthia, me hicieron poner pies en tierra. Me compré un llavero de claqueta.



Más tarde, Cynthia me invitó a comer en un restaurante de turcos que por el Ramadán pusieron todo a la mitad de precio. Comí pechuga de pollo con papas y un espagueti a buen precio. Y de allí dirigimos los pasos al Tachelles. Antes, una iglesia llamó mi atención. Estaba cerrada. En la entrada, un vagabundo nos dijo, en inglés, que el domingo estaría abierta desde temprano.

Tachelles es una Casa tomada, al estilo Cortázar. Allí se han instalado una horda de artistas urbanos emergentes. Cada una de las paredes está tapizada por grafitis de todo tipo. En el segundo nivel, la música mexicana dominaba: tropicanías que no conocía. Cada habitación del viejo edifico es un estudio-galería. Una china-vietnamita-japonesa-o-no-sé-qué tenía unos dibujos que combinan lo hentai con motivos erótico-lésbico-dramático. En uno de sus cuadros había dos conejitas con cuerpo de mujer: una detrás de la otra. La primera estiraba la pierna con media de red hasta pasarla por la entrepierna de la que está adelante con un jadeo en la boca abierta.

En otras habitaciones había arte de colash. Allí compré una postal que tiene al centro a Ginsberg; a los lados a Kerouac, Burroghs y Kassady, cada uno sostiene su gran libro Beat, en medio de un E.E.U.U. lleno de anuncios luminosos.

Lo demás eran diseñadores con pose de artistas. Había uno que hacía óleos que le impresionaron a Cynthia por sus texturas, ojos azules con iris de reloj. Algunos eran artesanos mexicanos. Escuché a uno decirse oriundo de Cuernavaca que quiere hacer dinosaurios.






Salimos de allí con los pies palpitantes. Fuimos en transporte público, el único en el que nos hemos movido (además de la bici), hasta Frankfurter Tor. Allí empezaba el Festival de la chela (Bierfest). Caminamos tratando de decidir por qué cerveza empezar. Las opciones son tantas, que marean: vietnamitas, holandesas, alemanas, checas. De México sólo estaba la Corona.

(Interrumpí mi escritura para ir por otra cerveza. Ya sé que son casi las dos de la madrugada. Pero necesitaba combustible. Fui en bicicleta. Creo que no he hablado lo suficiente de ella. Es de aluminio. La acompañante más ligera que se pueda encontrar. Es de estilo “reto”. Su manubrio se curva hacia abajo. Tiene porta bultos y luces trasera y delantera que se encienden con la propia rotación de la rueda de adelante. Fui tan rápido como pude. Siempre que pedaleo solo acelero. Es una sensación de libertad, de individualidad, única. De regreso me encontré con una ciclista alemana. Competí con ella, sin que ella lo supiera, la calle que teníamos delante. Le gané aunque con esfuerzos, mientras ella parecía tranquila, sin darse cuenta de mi deseo de triunfo efímero. Cuando encadenaba mi cleta bajo el edificio donde vivimos, oí llorar a un niño. Creo que es el hijo, de zapatos rojos, de un matrimonio oriental. Ojalá pueda dormir tranquilo.)

Puestos de las diferentes marcas de cerveza delineaban el camino. Bancas y mesas largas daban un descanso a los paseantes. No vi a una sola anciana, chico fornido… a nadie sin cerveza en la mano. Una fila iba, la otra venía. Busqué las bebidas elaboradas de manera artesanal. Me recomendaron las checas. Me decidí, para empezar, por una rusa de nombre Maybeer. Dejaba un sabor agridulce en los labios.

Nos sentamos en una mesa larga. De entrada, los alemanes que estaban allí nos dijeron que estaban ocupados los lugares. Evaluaron su decisión por unos segundos y decidieron que había dos vacíos. Uno frente a otro. Cynthia y yo relajamos las piernas, mientras decidíamos si nos gustaba la cerveza. El hombre que tenía al lado Cynthia la miró de las nalgas al cuello y luego a mí. Me quedé serio. Lo hizo una vez más. Entonces preguntó algo. Cynthia, que no había notado nada, contestó. Él estiró el cuello. Se acercó. Un poco más. Otro poco. Aún más. Para ese momento, ya sabía de dónde veníamos y otras cosas así. Parecía un adolecente en el cine con su amiga: empujando su culo centímetro a centímetro sin que ella lo notara, pero yo sí. Preguntó qué hacíamos en Berlín, le dije que de luna de miel. Se sorprendió. Luego llegó su esposa. Nos tomamos fotos con ellos. Todos cantaban las canciones del audio local, algunas parecían norteñas, otra nos recordó una de los ángeles negros, la misma tonada. Nuestro recién conocido se fue. Había un DJ como los mexicanos que interrumpen las canciones y dan un saludo a alguien. Decidimos irnos de allí y seguir el camino. Cynthia me hacía otro cigarro (es más barato comprar tabaco, filtros y papel; que en cajetilla. Y yo soy muy torpe para tales maniobras), y él regresó con cervezas de regalo para nosotros. Permanecimos con ellos un momento más con sus globos de helio de Bob esponja y Corazón. Seguimos camino en cuanto pudimos.

Siguieron: una cerveza rara, nada especial al paladar. Luego, una artesanal de Bohemia de trigo, del tipo que me gusta. Para ese momento mi panza era un globo como el del globo de Bob esponja. Caminamos entre hombres y mujeres hasta el Ubanh (metro) más cercano.

Llegamos a la estación Weberwiese (cercana al hostal donde nos hospedamos recién llegados a Alemania). Como nunca, estaba llena de gente. Cuando llegó el tren, nos apiñamos como si fuera Pino Suárez. El calor, lo mismo cocía a güeros que a morenos. Durante algunas estaciones, mientras llegamos a Tierpark, nos sentimos como los pollos rostizados que venden los turcos en sus puestos.

Caminamos y llegamos hasta esta habitación, con su cocina y baño aparte. Las voces alemanas de alguna fiesta cercana llegan hasta aquí. Yo acumulo botellas en este escritorio. Y pienso en la gran equivocación que cometí hace unos cinco años cuando le decía a Benjamín García, mientras caminábamos ebrios por la Roma: “En América, el arte está vivo. Las vanguardias provienen de acá. En Europa, la cosa está muerta, sepultada.”

Ahora veo que aquí todo vibra, crece, evoluciona sin los prejuicios de la América Latina. Europa es más cosmopolita que ninguna ciudad del continente latinoamericano. Y eso nutre de un zumo incomparable a los lugares de aquí. Negros, judíos, católicos, testigos de Jehová, latinos, turcos, chinos; todos, en esta Torre de Babel, nos encontramos en un diálogo interminable, libre de lenguas. Aquí predicamos el único himno universal: ¡viva la vida!

Aquí todo vibra como yo.



1 ago 2011

Poesía, cine y jazz de fondo



Howl es el más famoso poema de Allen Ginsberg y la Beat Generation. Citado frecuentemente en la cultura popular, el año pasado se convirtió en el título y motivo de una película escrita y dirigida por Rob Epstein y Jeffrey Friedman, cineastas interesados por tratar asuntos gay en la pantalla grande (como el documental The times of Harvey Milk).
La cinta gira en torno al poema, desde cuatro puntos distintos:
La lectura del poema en un bar, una entrevista a Ginsberg, el juicio a Lawrence Ferlinghetti por la edición del poema "obsceno" y las animaciones que acompañan fragmentos del poema.
La estructura teje de manera sutil los cuatro abordajes para penetrar en el poema, la vida del autor y su contexto social. En algunos fragmentos de la animación aparece el jazz, ineludible debido a su influencia en el escritor, en los jóvenes de aquel tiempo, en los versos.
A lo largo de casi hora y media, la poesía va y viene crece, se apacigua. Los versos inundan, se agazapan; logrando así una buena muestra de que en el cine puede hablarse de poesía, siendo la protagonista, la detonante de asuntos paralelos, siendo ella la portavoz y la voz misma del filme.
Un momento: "Y soplaron el sufrimiento fuera de la mente desnuda de América por el amor"



Cuando François Truffaut rodó su primer largometraje con algunos pasajes de su propia adolescencia, creó uno de los principales referentes de la Nouvelle vague. De un opresor salón de clases, Truffaut nos lleva a una prometedora playa.
Antoine Doinel es un buscador silencioso de su propias claves. Intenta encontrar su lugar en el mundo, su voz, sus sueños, en medio de un medio que lo aporrea a cada paso: su madre, los maestros, los compañeros de escuela, la verdad.
En esta cinta, la poesía reina de la manera más sutil: en la fotografía, en las miradas, en la historia. En cada detalle la poesía de un creador como Truffaut opaca o llena de brillo cada escena: el dibujo de una mujer que pasa de mano en mano, el caballo, la foto de Balzac, la máquina de escribir como botín obsoleto, los ojos de los niños en el teatro de títeres las rejas, la madre en brazos de un hombre, las olas que rosan la arena, el jazz en el camión.
Alguno dirá, esa es la poesía del cine. Y estaré totalmente de acuerdo. Y añadiría: la poesía del arte, de la narrativa que, desgraciadamente, brilla por su ausencia.
Por su puesto que es casi imperceptible y breve, el jazz fondea un juego de pin-ball.

Un momento: Cuando forja un cigarro con papel periódico en su celda.

Con estas dos películas, reconocidas por su manufactura, alcanzo a ver dos afortunados caminos para que se encuentren la poesía y el cine. Sugerencia, invitación, llamada. La poesía es el germen de las historias humanas como las de Ginsberg y Truffaut.

13 jul 2011

Consejos en sueños

Taibo II visitaba mi casa (que estaba en una especie de bodega, en lugar de puerta, Cynthia y yo teníamos una cortina metálica), debido a una invitación mía. Ambos trabajábamos haciendo entrevistas a convictos en un reclusorio. Durante la comida casera, Taibo contaba cómo pensaba redactar la última entrevista:
“Lo primero es escribir lo más interesante. Zas. Luego partir hacia adelante un poquito rápido en los hechos cronológicos. Cuando surjan las dudas sobre por qué está pasando tal o cual cosa, hay que irse para atrás. Entonces sí, sacas todos los datos, la información detallada que tienes de la entrevista: lo del secuestro, el primer robo en la primaria... Porque si revelas eso al principio, el lector se va a aburrir y no va a llegar a lo más bueno.”
Yo pensaba que también podía hacer eso y que las entrevistas las habíamos realizado juntos. Creía que sería bueno pedirle que publicáramos juntos. Se iba y Cynthia lo despedía en la cortina.

Desperté sabiendo un poco más de ese proyecto que aún es un embrión literario con forma de camarón.

19 jun 2011

Karneval



Todo era movimiento. Berlín se quitó casi toda la ropa y salió a tomar el sol, bailar, beber, caminar y mirarse en esos minúsculos espejos que son sus habitantes.
El carnaval siempre es delirante, sino, no sirve. Y el de la capital alemana no fue la excepción. Tres días de música, vendimia. El Karneval der Kulturen empezó el viernes 10 de junio, continuó el domingo 12 y concluyó el lunes 13. Se rumora que quizá sea el último, es muy costoso para el gobierno, dicen. Es probable, a expensas de los impuestos el asfalto de muchas calles se llenó de confeti, botellas, zapatos, tenis, sandalias, pies descalzos, patas de perros, llantas de bicicletas, de camiones, de patines, de carriolas.

Un cuadrante formado por los escenarios: Latinauta, Bazaár Berlin, Eurasia y Farafina presentaron grupos desconocidos cuya única relación era tocar el género de fusión. El nombre de los escenarios refiere claramente el tipo de música que se tocaba en ellos, exceptuando quizá al de Farafina, donde escuché música de escalas provenientes del medio oriente, con arena brillante con ese sol apabullante. Allí, un turco, con la mirada perdida, tenía su cerveza, movía los brazos como dirigiendo al grupo y en su cara sostenía una sonrisa amarga. Justo atrás de él, tres chicas alemanas con medias rotas (es la moda) bailaban divertidas tratando de imitar los movimientos de Shakira.

El camino entre los epicentros musicales era marcado por satélites comerciales, los puestos de cerveza, comida típica de distintos países a precios exagerados y pocas con verdadero sabor original; comercios de sombreros, artesanías, ropa, corcholatas convertidas en aretes; otros donde hacían trenzas de distintos modelos o escribían tu nombre en un grano de arroz.

La gente caminaba serpenteando la calle, comprando un elote hervido con mantequilla y sal o un hotdog. Algunos se probaban lentes de persiana o de aviador. Otros se sentaban en el pasto, esperando a que los niños se cansaran de jugar en ese barco encallado en medio de un jardín, o se divertían con los espectáculos más pequeños: un mago, cantantes, percusionistas, guitarristas, magos, mimos, payasos.

A unos metros del Eurasia, la iglesia Hellingen Kreuz, estoica e inmutable con sus muros de ladrillo y cubiertas de las torres color verde pistache y ventanales neogóticos. Junto a la iglesia, los baños con dos filas: una corta para los hombres, otra larga para las mujeres. Dos chicas sentadas en el pasto se besaban, allí mismo pasaba una familia y un hombre de rastas. Todos en ejerciendo plenamente la tolerancia.

El río Spree bordea lo que se convirtió en el cuadrante cultural. En unas partes el metro corre sobre el agua y lo mirábamos desde un puente. En otras, la gente se sentaba a la vera del brazo de agua a ver las pequeñas lanchas pasar, los reflejos del sol en el agua verdosa, a refugiarse del sol o a buscar un rincón de follaje alto donde meterse en pareja para salir discretamente en breves minutos.

Al dejar los escenarios atrás, las calles seguían inundadas de gente que, como agujas imantadas, apuntaban sus pasos a un mismo lugar. En el trayecto: tiendas de antigüedades, un edificio de colores o un baterista transexual guiaban el fluir de esas partículas atraídas al gran mineral de bocacalle llamado procesión.

El domingo desfilaron los carros alegóricos. No pude ver los correspondientes a los países, así que no tengo nada que decir sobre ellos. Pero sí de los carros que transitaron más tarde. Yo los llamo los carros del desmadre, porque su tema era la fiesta, grandes bocinas sonaban el tipo de música que profesaban: disco, reggae, beat… Los adornos variaban, iban desde una escenografía elaborada y el acompañamiento de saqueros, hasta mujeres y hombres bailando vestidos de lo más convencional.

Sobre un poste, padre e hija contemplaban la estela de gente que marchaba tras los carros, al ritmo en turno: plumas verdes en penachos, ojos de pavorreal, hombres descubiertos del torso, mujeres descubiertas de todo el cuerpo (con calzón y sostén), gorras, sombreros, cabezas lustradas, pelucas de rizos extravagantes, playeras agitadas al aire, banderillas, mecheros, serpentinas proyectadas, raros peinados nuevos, brillos morados o verdes en pómulos y párpados, lentes oscuros, calzones con lentejuela, ombligos.

Desde la banqueta, mirábamos toda clase de rostros, colores, rasgos. Los menos caminaban serenos. La mayoría gritaba, bebía y bailaba. Unos, incluso, se insinuaban con guiños, besos al aire, mirada de arriba abajo y mordida de labio a las expectantes muchachas que contemplaban el desfile. No había que enojarse si se lo hacían a la pareja. El carnaval es delirante, es desfogue, liberación. Además se insinuó y siguió su camino.

Una voz extraviada anunció que aquél era el último carro. Muchos dejamos la orilla y nos unimos a la más larga cola de cometa sonidero. Entonces sí nos desbordamos y nutrimos el poderoso caudal.

Mientras avanzábamos, la procesión dejaba su rastro: sedimento de botellas de vidrio, cientos y cientos. De pronto, en medio de una calle con el paso cerrado, una curva u otra, la procesión se desvaneció, como pompa de jabón. La gente se esparcía en las calles a seguir la fiesta, mientras el sol se despedía, exhausto, embriagado y dejaba sus últimos rayos filtrándose por las nubes de cigarro, de humo de carbón para calentar carne.

El regreso, igual que la ida, con trenes atiborrados de gente, como nunca antes había visto. Hallesches Tor, la estación donde terminó el recorrido para Cynthia y para mí, tenía un aspecto rústico, como camino de mina, drenaje antiguo, pasaje secreto de templarios. Pero en WarschauerStrasse la fiesta callejera seguía con un ensamble sacado de una película de Emir Kusturika. Frente a ellos, un maletín donde caían las monedas que la gente dejaba, una pareja que llevaba vestidos típicos de algún país donde las mujeres usan faldas rojas amponas y moños del mismo color, y otra con una chica que agitaba los brazos y la melena, mientras bailaba descalza con un hombre que la seguía igual de divertido. Tras el ensamble serbio, nuestras bicicletas que nos llevaron de regreso por cinco kilómetros hasta la casa con las nubes arreboladas en la espalda.






19 may 2011

Instituto Cervantes Berlin




Esto sí está de contarse: un oasis, un faro en medio de las olas y el hastío. Al sentir esta alegría, recuerdo cuando un amigo de la preparatoria llegó con una sonrisa a la jardinera donde yo no hacía nada y me dijo:

-Tengo un nuevo amigo. Lo acabo de conocer.

Imaginé que se traba de un rastafari rapado, como él; o que era un extraño hombre que también tensaba el cuerpo para sentarse como rey africano en clase de anatomía, impartida por un profesor idéntico al papá de Padre de familia, que propuso a las mujeres, como alternativa para pasar la materia, que le enseñaran los calzones el día del examen. Pero no. Lo que había descubierto mi amigo era a un barbón con turbante, llamado Beremiz Samir, mejor conocido como el Hombre que sabía calcular. Al igual que él, amaba las matemáticas, y a diferencia de él, era capaz de calcular cuántas hojas tenía un árbol. No era a ojo de buen cubero, más bien con método. Pues ese amor al conocimiento y a la afinidad que mi amigo preparatoriano compartió conmigo al encontrar aquel libro, es el mismo que te convido esta vez.

El Instituto Cervantes de Berlín (ICB), ubicado a un costado de Alexanderplatz, es un refugio, un rincón en una calle que nadie conoce (Rosenstraβe), ni porque hay una película con ese nombre que habla de la resistencia de alemanas contra la Gestapo. Salí del metro y tuve que sacar el paraguas. La gente se cubría en los portales de las tiendas para no mojarse. A los dos minutos, el sol había salido de entre las nubes y con él, el calor. Di varias vueltas alrededor de la plaza buscando la calle. Para cuando llegué, la pastilla efervescente de vitamina C que llevaba en la bolsa trasera del pantalón, había empezado a reaccionar en el lado que rosaba con mi cuerpo. La llevaba allí porque no tuve tiempo de tomármela en casa y creí que conseguiría un vaso de agua en el camino. La pasé a una bolsa de mi maleta.

El edificio modernista, está bien iluminado por dentro, tiene amplios ventanales que permiten ver el ajetreado exterior, donde pasa un tren elevado, gente a paso rápido, turistas, autos, la música espontánea de la urbe. Son cinco pisos, y la biblioteca “Mario Vargas Llosa” está en el último. Allí fui. Llegué, pregunté qué se necesitaba para consultar libros. La mujer, primero me indicó que hablara más bajo, y luego me pidió una credencial. Eso fue todo. La biblioteca estaba disponible para mí.
Adentro hay volúmenes variados: latinoamericanos, traducciones de títulos clásicos, libros de arquitectura, historia, etc. Tienen clásicos y contemporáneos, por ejemplo Los trabajos del reino de Yuri Herrera en una ubicación muy favorable, me dio gusto por el compatriota. Me llamó la atención uno de gran formato, pesado, con la imagen de Julio Cortázar en la portada. Se trata de un archivo fotográfico del escritor argentino, con comentarios en gallego de su biografía. Lo hojeé y vi, además de las fotos de infancia, del colegio, de su etapa docente, las clásicas que usan las editoriales para ilustrar las cuartas de forros (con trompeta, con gato en la ventana), una carta que redactó a Luis Buñuel. “Nunca pensé escribirle una carta personalmente”, confiesa para arrancar. En ella cuenta la fascinación y admiración que tenía por el cineasta y su trabajo desde que vio sus películas en Argentina. El asunto: aclarar el costo de los derechos de un relato suyo para ser filmado por Buñuel. En el cuerpo de la epístola, declara que cuando vio La edad de oro, regresó a su casa a escribir una reseña, de la cual podemos leer, páginas después, la reproducción de unas líneas en las que se confiesa sorprendido. Las imágenes, la correspondencia, me pusieron de buen humor. Había recordado la lectura de Rayuela, de la que se reproduce el dibujo que el autor sugiere para su obra: una rayuela (o avioncito, en México) idéntica a la reciente edición de Cátedra. De paso, vinieron a mí las imaginerías mágicas que hacen del sueño la realidad y la realidad el sueño en los relatos cortazarianos, las vueltas vertiginosas de sus pensamientos.
Dejé el ejemplar y seguí la inspección. Pasé las alfombras, sillones, mesas largas e individuales, la sección infantil con sus cojines largos en forma de animales, los discos y cintas de audio.

En la segunda planta de la biblioteca hay películas españolas y latinoamericanas. Entendí la razón de las televisiones en la planta anterior. A la vuelta de los dvd y vhs, libros de cine. Ahí estaba el guión cinematográfico del Laberinto del fauno. Una edición muy bien cuidada: pasta dura, tipografía, papel e impresión amigables. Incluye el storybord e imágenes de la película. Una joyita el libro de la editorial Ocho y medio. Con una inscripción de doce euros anuales, podría disfrutar largo y tendido en casa del ejemplar. La tentación era suficiente para empezarlo. Lo abrí y allí mismo me sumergí en la magia de esa historia, pero, como nunca antes había podido constatar, también del estilo. Guillermo del Toro escribe sus guiones literariamente. La película corre a través de las letras con algunas metáforas que dan mucho aire, tripas, bellos y vuelos a esa redacción que se presta tan maquinal. A la tercera hoja supe que pasaría más tiempo en esas líneas, así que busqué un mejor lugar. Lo encontré en una silla naranja, apeluchada del mismo color y material. Leía cuando descubrí que mi asiento era giratorio. Impulsé mi cuerpo a un lado, entonces la ventana me mostró una vista inigualable de Alexanderplatz. Los ojos iban y venían entre las letras y los objetos reales. A mis espaldas llegaron tres chicos alemanes que parecía que hacían tarea. En el ICB se dan clases de español, organizan ciclos de cine, exposiciones (ahora hay una de la ilustración en México), presentaciones de libros y una larga fila de actividades.

Este es el hallazgo que quiero compartirte. Uno de esos encuentros que llenan la imaginación de inquietudes y ganas de vivir. Lugares desde donde se puede contemplar el presente en su segundo cabal con una sensación de cápsula o célula, al mismo tiempo que se percibe el ir y venir de los elementos internos en un tiempo detenido. Es decir, afuera el caos y la belleza, adentro el orden y el desasosiego intelectual: dos ritmos en uno. Fue como ser mi propio corazón en plena latencia, percibiendo, por el mismo torrente sanguíneo, los destellos que contraen las pupilas de su asombro.

17 may 2011

Primera de Berlín



Ahora mismo, con las cartas de Abelardo y Eloísa a mano, con Ryuchi Sakamoto de fondo, empiezo a escribir esta especie de bitácora no de viaje, sino de estancia en Berlin. Porque, a diferencia de otras salidas, ésta será prolongada. Acostumbrado a llegar a otro lugar como visitante por unos días, me ha sido necesario tener claro el entendimiento de que mi visita aquí no es turística, sino de residencia. Ello me obliga a reconfigurarme. Y nada más complicado en el ánimo y en las acciones del día a día que pensarse de otra manera.

En esta semana, me he dado cuenta que soy una persona de rutinas, necesito de ellas. Y es menester re-crearlas: hora de comer, de leer, trabajar, etc. Para conseguirlo, primero hay que darse cuenta de las necesidades más personales, más propias; a la vez que se deben descubrir aquellas otras que son insignificantes y pueriles, pero grandes y pesadas como aquellas que atañen a la composición del valor de uno mismo: la productividad, la administración del tiempo, del sueño, de la comida, etc. Me hago consciente de los prejuicios con los que forjamos la personalidad y que son comida de la mayor ignorancia de nuestro tiempo, época, política, idiosincrasia.
Sé que saltaré de un tema a otro, así que te pido paciencia en este desorden de ideas que te comparto. Me vino a la mente el vuelo de venida acá. Se trató de un largo viaje, en asientos tan reducidos que estirar los brazos a los lados era motivo suficiente para incomodar al vecino. Es increíble, por otro lado, saber por los informes en las pantallas que vas a chorrocientos mil kilómetros por hora, a casi mil kilómetros del suelo o del mar y la temperatura afuera es de casi menos cien grados centígrados. Sé que para los viajeros que continuamente hacen este tipo de traslados es baladí, pero si ellos pensaran un poco en esto, notarían que es cosa de ciencia ficción. Mientras todo eso pasa afuera, adentro del avión, se oye el aire acondicionado, como si estuvieras dentro de un refrigerador, todo el tiempo, más vale tener bien templados los nervios. Tienes decenas de contenidos audiovisuales para tu consumo propio en la pantallita personal. Escogí ver la película La red social, y está buena. Lo que no queda claro es por qué se hace tanto dinero con las redes sociales, ¿será por la venta de información? En fin, vi eso, eché una hojeada a la revista que está en el respaldo de mi asiento. Al contrario de lo que muchos pueden pensar, no pedí vino ni whisky ni champán, sólo café y agua. La comida: sándwich, fruta, chocolate, todo al alto vacío. Y en realidad es comida vacía, se perciben las manos robóticas en su hechura, los tornillos; para gente que, como yo, gusta de saborear las líneas de la mano de hombres o mujeres en su alimento, resulta detestable abrir paquetitos con comida fría. Por lo tanto sólo comí pan con mantequilla y azúcar y unos chocolates, los míos y los de Cynthia, ella sí comió. Las nubes, ya se sabe: un consuelo en las alturas donde todos somos nada, un aliento quizá. Aunque para ver las nubes tenía que librar a mi vecina, con cara de huele-cacas, un pasillo y otros tres tripulantes, valía la pena estirar el cuello de vez en vez. A través de esa lejana ventanilla pude ver la Torre Eiffel, como si se tratara de una miniatura impresionista: borrosa, lejana, hasta dolorosa en ese cielo gris. Alguien le había dicho a Cynthia que ojalá pudiéramos verla aunque fuera desde arriba. Y así fue. Luego, el trasborde en París, donde fue necesario correr por el aeropuerto con kilos de equipaje. La llegada a Berlín, fue de lo más insignificante, de no ser por la pérdida de maletas, las dos grandes. Y no digo petacas por aquellos que gustan del calambur. Unas “señoritas” le dijeron a Cynthia que llegarían al hotel al día siguiente. Mientras tanto contamos con una bolsita que contenía rastrillo, crema para afeitar, un cepillo de cabello, otro de dientes con pasta y creo que ya.

El transporte en Berlín es un verdadero lío. Los tickets se compran en máquinas. Hay distintos tipos de tickets: para un viaje corto (de tres estaciones cuando más), para viaje de ida (de cualquier punto a cualquier otro, pero sólo de ida), de ida en la zona central, entre la zona central y la primera periferia o para todo Berlín, cada uno tiene un costo distinto. Hay otros por día, por semana, o por mes. El que siempre compro es el que permite moverse entre la zona central y la periférica (A y B). Ese se puede usar por 2 horas máximo. Así es que si te pasaste, pues a comprar otro. No hay torniquetes ni nada. La cosa es así: escoges el tipo de ticket en una máquina, le echas las monedas o insertas la tarjeta bancaria, te da tu boleto, lo sellas en otra máquina más pequeña que marca la hora y la estación donde fue sellado y pasas. Puedes pasar sin ticket, nadie te lo pide a la entrada. Pero me advirtieron que a veces pasan los de “control”, personas vestidas de civil que, una vez cerradas las puertas, les piden a todos muestren su ticket. Si no traes o enseñas uno incorrecto (que no está sellado, que es de regreso y no de ida, o se pasó del tiempo), te multan con 40 euros. Por si las moscas, nunca he pensado pasarme de “abusado”.

Ah, las bicis. Éste es un paraíso para el ciclista. Hombres y mujeres de todas las edades, clases sociales, razas y religiones transitan la ciudad de día y de noche en dos ruedas. Las vías están perfectamente bien establecidas para este medio de transporte. Las hay deportivas, de montaña, de pista, urbanas retro… Madres llevan a sus hijos en asientos especiales, el mandado, la mochila. Se puede comprar una bicicleta en tiendas, ya sea usada o nueva. También se pueden adquirir, como lo hicimos, en mercados. Los domingos se pone un mercado enorme donde venden chucherías: cabezas de muñecas, relojes de pared inservibles, cosas para que artistas plásticos y performanceros hagan sus obras maestras. Pero también ropa y bicicletas. Todo de doble cachete. Se puede regatear, caminar, probarse sombreros, lentes, abrigos, todo. Es como una lagunillota. Regresando a las baicas, si no te pones al tiro, te pueden llevar de corbata, porque algunos de los caminos para las dos ruedas están trazados sobre las aceras. Hay que estar bien trucha con los semáforos y los sentidos, porque pasan (pasamos) hechos la raya. Todas tienen sus foquitos delanteros y traseros que funcionan con la misma rotación de las llantas. Veo más cletas que carros. Se pueden subir al metro y siempre hay dónde encadenarlas. Andar Berlín, o cualquier lugar, en bici es mejor que en carro o a pie: rápido, seguro y a tu ritmo.



Second hand, son las tiendas donde se venden, como es obvio, cosas de segunda mano. Éstas están perfectamente establecidas. A la que entramos hace unos días es un edificio de cuatro pisos. Lo que más abunda es ropa, pero se encuentran cartuchos de Atari, acetatos, camas, cubiertos, y todo lo imaginable. Hay un piso exclusivo para ropa ochentera.

En la calle, el metro, la gente pude tomar. Eso es bueno, por supuesto, pero también hay mucho borracho caminando por todos lados en la noche que avienta botellas, grita, orina en rincones, etc. Hay partes, como WarshawerStrasse, que están llenas de turcos, otras repletas de ojos de alcancía: vietnamitas, chinos, japoneses, etc. La vida es multicultural, como no lo es en México.

Como es primavera y a veces el sol está a todo lo que da, a los alemanes les entra el maiamisazo: camisas floreadas, bermudas, lente oscuro (hasta en el metro), minifaldas, shorts cortos, escotes, sandalias… Cynthia y yo interpretamos ésta manifestación de la moda como miedo, porque pensamos en su anhelo de destaparse como un reflejo de la impaciencia y necesidad en épocas invernales. Me explico: los dos primeros días que estuve acá, hacía frío, como en el Ajusco en invierno. La gente andaba con abrigo, chamarra. Apenas salió el sol, y ¡afuera ropa! El cambio fue radical. Y el calor no es para tanto, unos 25 grados centígrados. Entonces, así ha de estar el frío invernal que tanto cambian sus vestidos. Pero aunque esté el sol, de pronto se nubla y vienen dos días con llovizna, aire y frío. En todos los bares y restaurantes que tienen mesas en la calle, tienen mantas en sus sillas. Porque para la noche es probable que todo mundo se cubra las piernas, la espalda o todo el cuerpo.

De trabajo: bueno ya trabajé para un iraní casado con una italiana (en un lugar llamado Apátrida, o algo así), para un alemán (en el María Bonita), y pronto lo haré para un curdo (en el Mojito). El idioma no ha sido impedimento de nada: entre inglés, italiano y señas me he podido comunicar perfectamente. Cargo conmigo un libro de bolsillo con expresiones frecuentes en alemán que me ha ayudado el montón. En general la mayoría son atentos, si no hablan inglés tratan de ayudar.

Y bueno, creo que hasta ahora es todo lo que puedo referir de mi estancia aquí. Espero haber llenado las expectativas que tenías sobre lo que tengo que decir, a unos días, de esta ciudad. Ya te hablaré después de la zona que fue comunista, del muro, de las cervezas, los cigarros, la puta que vi en el metro como salida de una foto de Bukowsky, de las avionetas que cruzan el cielo diurno trazando líneas blancas como mensajes crípticos. Ya te contaré de otras impresiones internas, de esas que cruzan el torrente sanguíneo, el fluir de luz en el alma, de que le hago frente a la gripa día a día con vitamina C efervescente, porque si dejo que me dé no trabajo, de internet, de la distancia de mi familia y amigos, de la comunicación con ellos, del sentimiento de estar en otro mundo, como si me hubiera ido a otra vida desde la que mando mensajes a través de un médium llamado facebook, skype o twitter (al fin eso es). Ya te contaré de eso y de otras coas más en la siguiente entrega. Espero no haberte perdido en mis diatribas, ni aburrirte con perogrulladas. Hasta la lectura siempre.

7 abr 2011

Manta raya




Con voz de oleaje me llamas
ondulo por ti
te busco en todo esto
que eres tú

Proyecto mi sobra de manta
espíritu
alma perdida
papalote místico
sobre tu fondo de arena
escombros del olvido

Mi piel de manto estelar
se viste de noche todos los días
la luna se multiplica
como lunares en mi espalda
tersura de ojo
boca de silencio soy
te abrazo con mis alas
alas de carne viva.

Los otros peces, mudos me miran
ciegos te cruzan
ignoran tu naturaleza
el lenguaje con el que me nombras
tan sólo un instante cada instante
en la cresta de tus olas
para dejar luego el eco de mi nombre
por todo tu cuerpo
desconocen la seductora rítmica de tus corrientes
el profundo dolor que callas con espuma
la inmensa soledad que nos une

Palpo tu anchura ultramarina
con la marea me llevas a tus arrecifes
y me alimentas sutil
salto fuera de ti
marea interminable
para penetrarte de nuevo
como navaja
una flecha de luz
como una raya

18 mar 2011

Titulario*

Para perder el tiempo, caminé por las librerías de viejo. Me encontré con un libro de cuentos en un estante retacado de ejemplares con pasta dura. En papel couché mate (como los volúmenes caros para niños), tiene un largo índice impreso en letras grandes, grises y de agradable diseño tipográfico. Luego del listado, nada. Imagino que esto desquició a su comprador. A mí también y me encanta.

Entre los títulos aparecen:

Se quitó la burca y empinó la vodka
Hermanos de oscuridad
El piano flotante
Palmeras borrachas, erectas
En la pata de esa mosca

*Vale por compilación de cuentos. A muchos les gusta aglutinar algo con la compañía del sufijo ario, como cuentario. En consideración a ellos van ejemplos de esta compilación de títulos.

4 mar 2011

Soy

Soy
Por Everest Landa
 
Soy el parido por el aire
la teta añil del mar amamantó mi primer hambre.
 
Tatué la espalda de la noche
con mi argénteo seminal.
 
Soy leche queso vaca, cornada
ojo de buey, timón, verga ancla
alud, volcán subacuático, fosforescencia
flama tizne pavesa, cera soy.
 
Velorio, entierro, soy lápida
morona, morena deidad rodada templo abajo,
mundo, instante alboroto, soy graznido
pluma nube tormenta
tormento, extinción
soy la era de mi muerte interminable.
 

9 feb 2011

Eugenio Toussaint tocó en la Obrera



Una vez, hace como cuatro años, Eugenio Toussaint tocó frente a mi casa, en la colonia Obrera (Lady workers, para los cuates), en un lugar llamado el 7mo. piso. Se trató de la apertura de un bar de jazz. Fue una de esas cosas raras que pasan en la vida de un barrio.

Pablo Reyes (guitarrista de jazz) tuvo la loca idea de instalar un bar de jazz en el lobby de un campo de mini-golf en la azotea de un edificio de fábricas. Se le ocurrió, además, que para atraer al público, lo mejor sería tener como padrino a una estrella del género: Eugenio Toussaint.

Durante su presentación, Toussaint pasó sus dedos por las teclas de un piano eléctrico. Por su puesto, la poca audiencia se mostró complacida con la actuación del músico. Éste permaneció poco tiempo después de terminar y se marchó, no sin antes celebrar la iniciativa de abrir un nuevo espacio para el jazz. Él sabía, pero no lo dijo, que sería difícil. Muchos de los que asistimos esa noche presentíamos que este bar sería uno de esos buenos sueños que duran apenas un parpadeo. Así fue, un mes después, aproximadamente, las guitarras, los teclados, las voces, los bajos sincopados, dejaron de sonar frente a mi casa.

Lo más importante de la anécdota no es que el jazz sonó en la Obrera, que ya es surrealista en sí. Lo trascendente es el espíritu colaborador de Eugenio. Convocado por un joven músico entusiasta a tocar en un lugar sin la menor repercusión pública en el ambiente jazzístico, ni de ningún otro, él asistió con la misma diligencia que mostró para interpretar en la sala Nezahualcóyotl. Seguramente fue, además de la insistencia de Guillermo, por su compromiso de difusión, su gusto de compartir la música, el contacto con nuevas generaciones de oyentes.

Quede esta mini-crónica para recordar a uno de los mejores pianistas, compositores y directores que ha dado este país y que hoy está ausente, pero no su música, sus sacos coloridos, su humildad en el escenario y fuera de él, su creatividad, su genio.

Me quedo escuchando sus "3 suites" y leyendo "Eugenio Toussaint - Las tangentes, el jazz y la academia", de mi amigo Antonio Malacara

Hasta siempre Eugenio Toussaint.

26 ene 2011

Estampa metropolitana (Música subterránea)






Barba despareja, güiro naranja y peine de plástico acompañan al mudo en su camino.
Toca un ritmo maquinal y con la voz que le sale, canta un mantra de sílabas primitivas.
Mi padre me ha enseñado a regalar las monedas de a tres. Tomo tres círculos metálicos, primigenios, de suerte en la bolsa de mi pantalón. El mudo nota de inmediato mi movimiento. Se acerca sin detener su canto.
En su marcha despierta de su letargo a un hombre que va sentado; usa el cabello casi a rapa, se le nota el cuero cabelludo con arrugas que le cruzan de la frente a la nuca, parece que el cerebro calca sus formas a través de la piel.
El mudo estira el güiro, indicándome que eche allí mis tres monedas. Lo hago. No sonríe, no agradece, no para. Sigue en marcha, repitiendo su mantra de supervivencia.

13 ene 2011

Brillos

En tu mano brillan los recuerdos
Todo es borroso ante mí
El tiempo se ha quedado atrás,
distraído con un juego del diablo

Vamos al pozo a mirarnos en el fondo de agua
Caminemos como piedras
Escuchémonos con el eco de un caracol

Las escaleras no llevan a ningún lado, sólo al cielo
Qué tejen las madejas de nube
A dónde van los soles tan aprisa
De qué ríen las aves que visitan la tierra

Pero si todo tiene ruido en su interior
entro y salgo de tu escándalo
es insoportable el llanto de los santos
Respiro crujidos
Trago mil susurros

Toco las manos del ruido eterno
el ruido luminoso de los recuerdos

Hay tanta muerte desenfocada
brillando en tus manos