Realidoflexia: Acción de modificar la realidad a través de dobleces, flexiones y torciones para conseguir lo irreal.

4 ene 2010

Vida herbal

Todo empezó por unos brinquitos que hacía mi párpado derecho. Odiaba cuando eso me pasaba. Me desesperaban a media noche y llegaba desvelada a la escuela, donde otra vez comenzaba el párpado saltarín. Estudié un poco sobre eso. No descubrí nada nuevo: son provocados por nervios y se llaman neuralgias, dijo mi madre.
Luego, fui con mis padres a vacacionar en un campo lleno de árboles y verdor. El sol era brillante. Fui a dar un paseo por mi cuenta y llegué hasta una planicie sin árboles, sólo pasto raso y flores. Allí estaba un hombre de pie, me pareció que no veía a ninguna parte. Me detuve, parecía concentrado. Fui rodeándolo para verle la cara. Me di cuenta de que cerca había un desfiladero. También, de que el hombre veía el paisaje. Sus ojos eran como dos enormes brazos que abrazaban el cielo, el campo, el sol. De pronto estiró hacia arriba los brazos lentamente y cerró los ojos. Extendió con suavidad cada uno de sus dedos. El viento soplaba y le despeinaba la cabellera. De un momento a otro voló. No era impulsado por nada, ni siquiera brincó. Sólo se dejó llevar por el viento que lo arremolinaba sutilmente cada vez más alto. Detenida en un risco, lo perdí de vista entre las nubes dispersas y los rayos del sol.
No dije nada de eso a mis padres, ni a die más, fue mi secreto. Pensaba mucho en ese hombre. Pasaron los días de escuela, me gustaban las clases de anatomía y ciencias naturales. Mi padre me explicó la evolución del cerebro, sus etapas reptilianas y cosas así. Las neuralgias seguían de vez en cuando.
Volvieron las vacaciones de verano. Aquella vez fuimos a la playa. Unos tipos con pinta extraña llamaron mi atención: marchaban alrededor de una estrella de mar sobre la arena. Me acerqué tímidamente. Estuve observándolos hasta que cayó la tarde y mis padres me llamaron a comer. Durante la noche los vi por la ventana del hotel y seguían haciendo cosas raras. La gente parecía estar acostumbrada porque nadie les ponía atención. Fui a mi cama para dormir.
La neuralgia regresó con más fuerza. Esperé a que mis padres durmieran y salí sin hacer ruido. Llegué al lado de estas personas. La luna los iluminaba. Me invitaron a acercarme. El párpado parecía que me iba a estallar. Nos alejamos del mar y fuimos a un parque cercano. No sentía nada de miedo, parecían buenas personas. Allí me explicaron la naturaleza herbal de los humanos. Me pareció que estaban algo locos, o demasiado locos. Decían que nosotros tenemos una parte de vegetación en nuestro cuerpo, en la sangre, que comparaban con clorofila. Siéntela correr por tus venas, me invitaban. Yo no sentía nada, sólo que mi párpado parecía la válvula de una olla express. Una de ellas se me acercó y me miró de cerca. Tocó mi cara y les dijo que yo estaba preparada. Entonces sí sentí pavor, quería echarme a correr.
Uno de ellos me pidió que me tranquilizara, que yo tenía que estar con ellos. El tono de su voz me tranquilizó un poco. Entonces, continuaron diciéndome cosas sobre la evolución del cerebro y del cuerpo humanos, que viene directamente de las plantas, que fue algo que Darwin tuvo en mente pero no se atrevió a decir. Me senté cuando los demás lo hicieron. Respiré como me dijeron. Cerré los ojos. Me concentré en la neuralgia de mi párpado y entonces sentí que mi párpado se abría, como con un golpe, pero sin dolor. Lentamente fue brotando de mí un tallo, como en los experimentos que hicimos en la escuela con un frijol dentro de un frasco y algodón. Todo fue lento, o al menos así me parecía. Cuando abrí los ojos tenía una ramita que me crecía por los ojos y luego por la nariz y por el otro ojo. Me sentí muy bien. Entonces, el de la voz calmada me dijo que la neuralgia, como la gente la llama, era en verdad una semilla que luchaba por brotar de mí; que mi piel es una extensa tierra; mis manos, mis vellos, son filamentos; mi cuerpo una corteza; mis píes raíces; y que dentro de mí maduraba una gran vida. Aclararon mis dudas sobre el hombre que había visto volar, tiempo atrás, y me dijeron que sus manos se convirtieron en pétalos y luego, todo él, en polen que el viento arrastró.
Al amanecer, uno de ellos se acercó al mar, se enroscó, hasta hacerse una bola compacta. El mar se lo llevó flotando como a un coco. Y yo regresé a mi hotel con los brotes de mi semilla en la cara.



(Manuel Díaz, tinta sobre papel impreso :: 2009)