Realidoflexia: Acción de modificar la realidad a través de dobleces, flexiones y torciones para conseguir lo irreal.

19 may 2011

Instituto Cervantes Berlin




Esto sí está de contarse: un oasis, un faro en medio de las olas y el hastío. Al sentir esta alegría, recuerdo cuando un amigo de la preparatoria llegó con una sonrisa a la jardinera donde yo no hacía nada y me dijo:

-Tengo un nuevo amigo. Lo acabo de conocer.

Imaginé que se traba de un rastafari rapado, como él; o que era un extraño hombre que también tensaba el cuerpo para sentarse como rey africano en clase de anatomía, impartida por un profesor idéntico al papá de Padre de familia, que propuso a las mujeres, como alternativa para pasar la materia, que le enseñaran los calzones el día del examen. Pero no. Lo que había descubierto mi amigo era a un barbón con turbante, llamado Beremiz Samir, mejor conocido como el Hombre que sabía calcular. Al igual que él, amaba las matemáticas, y a diferencia de él, era capaz de calcular cuántas hojas tenía un árbol. No era a ojo de buen cubero, más bien con método. Pues ese amor al conocimiento y a la afinidad que mi amigo preparatoriano compartió conmigo al encontrar aquel libro, es el mismo que te convido esta vez.

El Instituto Cervantes de Berlín (ICB), ubicado a un costado de Alexanderplatz, es un refugio, un rincón en una calle que nadie conoce (Rosenstraβe), ni porque hay una película con ese nombre que habla de la resistencia de alemanas contra la Gestapo. Salí del metro y tuve que sacar el paraguas. La gente se cubría en los portales de las tiendas para no mojarse. A los dos minutos, el sol había salido de entre las nubes y con él, el calor. Di varias vueltas alrededor de la plaza buscando la calle. Para cuando llegué, la pastilla efervescente de vitamina C que llevaba en la bolsa trasera del pantalón, había empezado a reaccionar en el lado que rosaba con mi cuerpo. La llevaba allí porque no tuve tiempo de tomármela en casa y creí que conseguiría un vaso de agua en el camino. La pasé a una bolsa de mi maleta.

El edificio modernista, está bien iluminado por dentro, tiene amplios ventanales que permiten ver el ajetreado exterior, donde pasa un tren elevado, gente a paso rápido, turistas, autos, la música espontánea de la urbe. Son cinco pisos, y la biblioteca “Mario Vargas Llosa” está en el último. Allí fui. Llegué, pregunté qué se necesitaba para consultar libros. La mujer, primero me indicó que hablara más bajo, y luego me pidió una credencial. Eso fue todo. La biblioteca estaba disponible para mí.
Adentro hay volúmenes variados: latinoamericanos, traducciones de títulos clásicos, libros de arquitectura, historia, etc. Tienen clásicos y contemporáneos, por ejemplo Los trabajos del reino de Yuri Herrera en una ubicación muy favorable, me dio gusto por el compatriota. Me llamó la atención uno de gran formato, pesado, con la imagen de Julio Cortázar en la portada. Se trata de un archivo fotográfico del escritor argentino, con comentarios en gallego de su biografía. Lo hojeé y vi, además de las fotos de infancia, del colegio, de su etapa docente, las clásicas que usan las editoriales para ilustrar las cuartas de forros (con trompeta, con gato en la ventana), una carta que redactó a Luis Buñuel. “Nunca pensé escribirle una carta personalmente”, confiesa para arrancar. En ella cuenta la fascinación y admiración que tenía por el cineasta y su trabajo desde que vio sus películas en Argentina. El asunto: aclarar el costo de los derechos de un relato suyo para ser filmado por Buñuel. En el cuerpo de la epístola, declara que cuando vio La edad de oro, regresó a su casa a escribir una reseña, de la cual podemos leer, páginas después, la reproducción de unas líneas en las que se confiesa sorprendido. Las imágenes, la correspondencia, me pusieron de buen humor. Había recordado la lectura de Rayuela, de la que se reproduce el dibujo que el autor sugiere para su obra: una rayuela (o avioncito, en México) idéntica a la reciente edición de Cátedra. De paso, vinieron a mí las imaginerías mágicas que hacen del sueño la realidad y la realidad el sueño en los relatos cortazarianos, las vueltas vertiginosas de sus pensamientos.
Dejé el ejemplar y seguí la inspección. Pasé las alfombras, sillones, mesas largas e individuales, la sección infantil con sus cojines largos en forma de animales, los discos y cintas de audio.

En la segunda planta de la biblioteca hay películas españolas y latinoamericanas. Entendí la razón de las televisiones en la planta anterior. A la vuelta de los dvd y vhs, libros de cine. Ahí estaba el guión cinematográfico del Laberinto del fauno. Una edición muy bien cuidada: pasta dura, tipografía, papel e impresión amigables. Incluye el storybord e imágenes de la película. Una joyita el libro de la editorial Ocho y medio. Con una inscripción de doce euros anuales, podría disfrutar largo y tendido en casa del ejemplar. La tentación era suficiente para empezarlo. Lo abrí y allí mismo me sumergí en la magia de esa historia, pero, como nunca antes había podido constatar, también del estilo. Guillermo del Toro escribe sus guiones literariamente. La película corre a través de las letras con algunas metáforas que dan mucho aire, tripas, bellos y vuelos a esa redacción que se presta tan maquinal. A la tercera hoja supe que pasaría más tiempo en esas líneas, así que busqué un mejor lugar. Lo encontré en una silla naranja, apeluchada del mismo color y material. Leía cuando descubrí que mi asiento era giratorio. Impulsé mi cuerpo a un lado, entonces la ventana me mostró una vista inigualable de Alexanderplatz. Los ojos iban y venían entre las letras y los objetos reales. A mis espaldas llegaron tres chicos alemanes que parecía que hacían tarea. En el ICB se dan clases de español, organizan ciclos de cine, exposiciones (ahora hay una de la ilustración en México), presentaciones de libros y una larga fila de actividades.

Este es el hallazgo que quiero compartirte. Uno de esos encuentros que llenan la imaginación de inquietudes y ganas de vivir. Lugares desde donde se puede contemplar el presente en su segundo cabal con una sensación de cápsula o célula, al mismo tiempo que se percibe el ir y venir de los elementos internos en un tiempo detenido. Es decir, afuera el caos y la belleza, adentro el orden y el desasosiego intelectual: dos ritmos en uno. Fue como ser mi propio corazón en plena latencia, percibiendo, por el mismo torrente sanguíneo, los destellos que contraen las pupilas de su asombro.

17 may 2011

Primera de Berlín



Ahora mismo, con las cartas de Abelardo y Eloísa a mano, con Ryuchi Sakamoto de fondo, empiezo a escribir esta especie de bitácora no de viaje, sino de estancia en Berlin. Porque, a diferencia de otras salidas, ésta será prolongada. Acostumbrado a llegar a otro lugar como visitante por unos días, me ha sido necesario tener claro el entendimiento de que mi visita aquí no es turística, sino de residencia. Ello me obliga a reconfigurarme. Y nada más complicado en el ánimo y en las acciones del día a día que pensarse de otra manera.

En esta semana, me he dado cuenta que soy una persona de rutinas, necesito de ellas. Y es menester re-crearlas: hora de comer, de leer, trabajar, etc. Para conseguirlo, primero hay que darse cuenta de las necesidades más personales, más propias; a la vez que se deben descubrir aquellas otras que son insignificantes y pueriles, pero grandes y pesadas como aquellas que atañen a la composición del valor de uno mismo: la productividad, la administración del tiempo, del sueño, de la comida, etc. Me hago consciente de los prejuicios con los que forjamos la personalidad y que son comida de la mayor ignorancia de nuestro tiempo, época, política, idiosincrasia.
Sé que saltaré de un tema a otro, así que te pido paciencia en este desorden de ideas que te comparto. Me vino a la mente el vuelo de venida acá. Se trató de un largo viaje, en asientos tan reducidos que estirar los brazos a los lados era motivo suficiente para incomodar al vecino. Es increíble, por otro lado, saber por los informes en las pantallas que vas a chorrocientos mil kilómetros por hora, a casi mil kilómetros del suelo o del mar y la temperatura afuera es de casi menos cien grados centígrados. Sé que para los viajeros que continuamente hacen este tipo de traslados es baladí, pero si ellos pensaran un poco en esto, notarían que es cosa de ciencia ficción. Mientras todo eso pasa afuera, adentro del avión, se oye el aire acondicionado, como si estuvieras dentro de un refrigerador, todo el tiempo, más vale tener bien templados los nervios. Tienes decenas de contenidos audiovisuales para tu consumo propio en la pantallita personal. Escogí ver la película La red social, y está buena. Lo que no queda claro es por qué se hace tanto dinero con las redes sociales, ¿será por la venta de información? En fin, vi eso, eché una hojeada a la revista que está en el respaldo de mi asiento. Al contrario de lo que muchos pueden pensar, no pedí vino ni whisky ni champán, sólo café y agua. La comida: sándwich, fruta, chocolate, todo al alto vacío. Y en realidad es comida vacía, se perciben las manos robóticas en su hechura, los tornillos; para gente que, como yo, gusta de saborear las líneas de la mano de hombres o mujeres en su alimento, resulta detestable abrir paquetitos con comida fría. Por lo tanto sólo comí pan con mantequilla y azúcar y unos chocolates, los míos y los de Cynthia, ella sí comió. Las nubes, ya se sabe: un consuelo en las alturas donde todos somos nada, un aliento quizá. Aunque para ver las nubes tenía que librar a mi vecina, con cara de huele-cacas, un pasillo y otros tres tripulantes, valía la pena estirar el cuello de vez en vez. A través de esa lejana ventanilla pude ver la Torre Eiffel, como si se tratara de una miniatura impresionista: borrosa, lejana, hasta dolorosa en ese cielo gris. Alguien le había dicho a Cynthia que ojalá pudiéramos verla aunque fuera desde arriba. Y así fue. Luego, el trasborde en París, donde fue necesario correr por el aeropuerto con kilos de equipaje. La llegada a Berlín, fue de lo más insignificante, de no ser por la pérdida de maletas, las dos grandes. Y no digo petacas por aquellos que gustan del calambur. Unas “señoritas” le dijeron a Cynthia que llegarían al hotel al día siguiente. Mientras tanto contamos con una bolsita que contenía rastrillo, crema para afeitar, un cepillo de cabello, otro de dientes con pasta y creo que ya.

El transporte en Berlín es un verdadero lío. Los tickets se compran en máquinas. Hay distintos tipos de tickets: para un viaje corto (de tres estaciones cuando más), para viaje de ida (de cualquier punto a cualquier otro, pero sólo de ida), de ida en la zona central, entre la zona central y la primera periferia o para todo Berlín, cada uno tiene un costo distinto. Hay otros por día, por semana, o por mes. El que siempre compro es el que permite moverse entre la zona central y la periférica (A y B). Ese se puede usar por 2 horas máximo. Así es que si te pasaste, pues a comprar otro. No hay torniquetes ni nada. La cosa es así: escoges el tipo de ticket en una máquina, le echas las monedas o insertas la tarjeta bancaria, te da tu boleto, lo sellas en otra máquina más pequeña que marca la hora y la estación donde fue sellado y pasas. Puedes pasar sin ticket, nadie te lo pide a la entrada. Pero me advirtieron que a veces pasan los de “control”, personas vestidas de civil que, una vez cerradas las puertas, les piden a todos muestren su ticket. Si no traes o enseñas uno incorrecto (que no está sellado, que es de regreso y no de ida, o se pasó del tiempo), te multan con 40 euros. Por si las moscas, nunca he pensado pasarme de “abusado”.

Ah, las bicis. Éste es un paraíso para el ciclista. Hombres y mujeres de todas las edades, clases sociales, razas y religiones transitan la ciudad de día y de noche en dos ruedas. Las vías están perfectamente bien establecidas para este medio de transporte. Las hay deportivas, de montaña, de pista, urbanas retro… Madres llevan a sus hijos en asientos especiales, el mandado, la mochila. Se puede comprar una bicicleta en tiendas, ya sea usada o nueva. También se pueden adquirir, como lo hicimos, en mercados. Los domingos se pone un mercado enorme donde venden chucherías: cabezas de muñecas, relojes de pared inservibles, cosas para que artistas plásticos y performanceros hagan sus obras maestras. Pero también ropa y bicicletas. Todo de doble cachete. Se puede regatear, caminar, probarse sombreros, lentes, abrigos, todo. Es como una lagunillota. Regresando a las baicas, si no te pones al tiro, te pueden llevar de corbata, porque algunos de los caminos para las dos ruedas están trazados sobre las aceras. Hay que estar bien trucha con los semáforos y los sentidos, porque pasan (pasamos) hechos la raya. Todas tienen sus foquitos delanteros y traseros que funcionan con la misma rotación de las llantas. Veo más cletas que carros. Se pueden subir al metro y siempre hay dónde encadenarlas. Andar Berlín, o cualquier lugar, en bici es mejor que en carro o a pie: rápido, seguro y a tu ritmo.



Second hand, son las tiendas donde se venden, como es obvio, cosas de segunda mano. Éstas están perfectamente establecidas. A la que entramos hace unos días es un edificio de cuatro pisos. Lo que más abunda es ropa, pero se encuentran cartuchos de Atari, acetatos, camas, cubiertos, y todo lo imaginable. Hay un piso exclusivo para ropa ochentera.

En la calle, el metro, la gente pude tomar. Eso es bueno, por supuesto, pero también hay mucho borracho caminando por todos lados en la noche que avienta botellas, grita, orina en rincones, etc. Hay partes, como WarshawerStrasse, que están llenas de turcos, otras repletas de ojos de alcancía: vietnamitas, chinos, japoneses, etc. La vida es multicultural, como no lo es en México.

Como es primavera y a veces el sol está a todo lo que da, a los alemanes les entra el maiamisazo: camisas floreadas, bermudas, lente oscuro (hasta en el metro), minifaldas, shorts cortos, escotes, sandalias… Cynthia y yo interpretamos ésta manifestación de la moda como miedo, porque pensamos en su anhelo de destaparse como un reflejo de la impaciencia y necesidad en épocas invernales. Me explico: los dos primeros días que estuve acá, hacía frío, como en el Ajusco en invierno. La gente andaba con abrigo, chamarra. Apenas salió el sol, y ¡afuera ropa! El cambio fue radical. Y el calor no es para tanto, unos 25 grados centígrados. Entonces, así ha de estar el frío invernal que tanto cambian sus vestidos. Pero aunque esté el sol, de pronto se nubla y vienen dos días con llovizna, aire y frío. En todos los bares y restaurantes que tienen mesas en la calle, tienen mantas en sus sillas. Porque para la noche es probable que todo mundo se cubra las piernas, la espalda o todo el cuerpo.

De trabajo: bueno ya trabajé para un iraní casado con una italiana (en un lugar llamado Apátrida, o algo así), para un alemán (en el María Bonita), y pronto lo haré para un curdo (en el Mojito). El idioma no ha sido impedimento de nada: entre inglés, italiano y señas me he podido comunicar perfectamente. Cargo conmigo un libro de bolsillo con expresiones frecuentes en alemán que me ha ayudado el montón. En general la mayoría son atentos, si no hablan inglés tratan de ayudar.

Y bueno, creo que hasta ahora es todo lo que puedo referir de mi estancia aquí. Espero haber llenado las expectativas que tenías sobre lo que tengo que decir, a unos días, de esta ciudad. Ya te hablaré después de la zona que fue comunista, del muro, de las cervezas, los cigarros, la puta que vi en el metro como salida de una foto de Bukowsky, de las avionetas que cruzan el cielo diurno trazando líneas blancas como mensajes crípticos. Ya te contaré de otras impresiones internas, de esas que cruzan el torrente sanguíneo, el fluir de luz en el alma, de que le hago frente a la gripa día a día con vitamina C efervescente, porque si dejo que me dé no trabajo, de internet, de la distancia de mi familia y amigos, de la comunicación con ellos, del sentimiento de estar en otro mundo, como si me hubiera ido a otra vida desde la que mando mensajes a través de un médium llamado facebook, skype o twitter (al fin eso es). Ya te contaré de eso y de otras coas más en la siguiente entrega. Espero no haberte perdido en mis diatribas, ni aburrirte con perogrulladas. Hasta la lectura siempre.