Guardó los documentos en el portafolios de plástico y tela sintética. Salió intentando no llamar la atención. El paso era rápido pero sin llegar a ser nervioso. Se despidió de uno que otro colega que encontró en el camino.
Bajo la playera de algodón, de tirantes, se generaba el sudor, que era retenido antes de aparecer en la camisa.
La luz blanca de neón en los pasillos proyectaba la sombra profunda de su frente sobre los ojos pequeños.
Llevaba la lengua pegada al paladar. Tragó saliva mientras bajaba las escaleras.
Vio por un ventanal sucio a la gran avenida: los autos estaban detenidos. Vio al sol arden sobre los toldos y formar ondas de calor convectivas. Adentro, el aire acondicionado refrescaba.
Sus sentidos se confundieron mientras terminaba de bajar ese piso: el ardor en los ojos, el aire en la frente, la taquicardia en el pecho.
Entonces vino la náusea. Cada vez más potente. Tuvo que entrar al baño. Se remojó el cuello. En el mingitorio orinó un líquido apresurado y casi ámbar. Una gota gruesa resbaló por la capa de cera del zapato y se absorbió en la suela.
Cuando salió del baño, una chica que se peinaba de cola el cabello. Delgado, seco, aromático, el cuello le atrajo. Se detuvo tras ella. Al voltear, lo saludó. Era una de las secretarias de los jefes.
Preguntó por qué salía tan temprano. Él tuvo que inventar un problema con la plomería, que un vecino le había llamado para avisarle de la inundación en su departamento. Se despidieron con un beso en la mejilla. La humedad de su mejilla embadurno la piel tersa de ella.
La saliva se le agolpó en la garganta, supo que ella sintió repulsión y temió que sospechara algo por la hora y el sudor.
Largos pasillos hace eco de sus pasos. Puertas a la derecha, a la izquierda. Loseta reluciente. Una de las perillas gira. Titubea en el paso. Un hombre de traje, enorme como ahuehuete da un paso afuera de su encierro, lo mira. Da otro paso, se interpone. Planta su cuerpo de gruesa corteza de frente.
Parece que no habrá más solución que eliminarlo.
El antebrazo lo tensa y se lo lanza contra la garganta. El golpe es contundente. El tronco cae colapsado.
No mira atrás. Lo deja estirando los pies y emitiendo guturales ruidos entrecortados.
Por fin, la puerta de salida alumbra al otro lado del pasillo.
Aprieta el paso. Trota. Corre. Despavorido avanza en un spring de largas zancadas. Las suelas de cuero resbalan. Cae y da vuelta en la loseta pulida. A lo lejos mira al hombre que dejó en el suelo.
Lame el piso y siente su lengua más sucia que el piso.
Se da asco.
Se reincorpora.
Pasa frente a la recepción. La señorita le sonríe, con esa sonrisa robótica.
Mueve la cabeza arriba y abajo.
Abre la puerta.
El sol lo cubre como una mano.
Tras el cristal de la puerta, desaparece convectivamente.
Saca los papeles y los rompe. Guarda los cachos en el portafolios.
Sube a un puente. Vacía el portafolios. Los esparce sobre los autos zumbantes y quietos como chicharra.
Llueven papeles blancos, brillantes.
Llueven cuadros
1 comentario:
Qué buen final, hermano!! Te mando un abrazote.
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