Realidoflexia: Acción de modificar la realidad a través de dobleces, flexiones y torciones para conseguir lo irreal.
2 feb 2010
Sobre J.D. Salinger
La Preparatoria 7 “Ezequiel A. Chávez” había superado su etapa de huelga, eso decían las autoridades (maestros lamebotas, director homosexual –nunca me constó, pero lo decía como un acto de fe–, maestra de educación física tipo la Beba Galván, burócratas esqueléticas que apestan a muerte). Eran años de paz y silencio, clases aburridas de derecho y uno de eso días no tuvo más caso que servir para que en pleno discurso del anacrónico abogado, yo soltara mi pluma y me pusiera a imaginar tríos amorosos, suicidios. Al final salió un cuento, o eso creí. Sólo que faltaba un buen final, la sorpresa. Según yo, allí estaba el secreto. En las últimas líneas el narrador de marcada voz masculina decía algo así como “Me gustaría escuchar, por una última vez, mi nombre en sus labios”. Entonces volví la mirada a los coloridos apuntes de una compañera que tenía una figura de modelo, eso lo decían todos los compañeros jalando aire con la boca como para olerle el cuello u otra parte del cuerpo. Otros se añadían: “Lorenita, sabrosa”. Completé el relato con un “Lorena, mi Lorena”. Entonces lo conseguí: mi historia se convertía, en el último momento, una historia de lesbianas.
Casi le doy un beso a Lorena, no se dejó: me detestaba (y yo también). De cualquier manera salí del salón y abandoné la clase y al maestro con su traje color café caca, buscando a cualquier compañero para compartirle mi alegría. Sólo vi a una maestra de lógica, nunca me dio clases, pero cuando estábamos en plena preparación de un paro estudiantil (antecedente de la huelga del 99), ella nos animó con palabras, de las que yo recordaba con claridad aquellas referentes a que los jóvenes éramos eróticos por naturaleza. En su momento, entendí que con erótico nos quería decir que le excitábamos sexualmente. Después en una clase de teatro nos explicaron la dicotomía entre tanático y erótico: se volvió uno de los ejes de mi vida, un gran argumento para echarme sobre la vida.
La profesora estaba sentada en una jardinera esperando a que diera la hora para comenzar su clase. Tímidamente le pregunté si podía revisar algo que había escrito. De inmediato se le llenaron los ojos de ilusión. Dijo que sí, había estudiado el diplomado de literatura en la SOGEM. Le dio una leída detenida. Sugirió que hiciera algunos cambios. También dijo que le gustaba el texto, que lo mandara al concurso Interpreparatoriano, pronto a celebrarse.
Hice los cambios sugeridos. Busqué nuevas opiniones, entre ellas la de mi maestra de literatura en turno. Tardó varios días en leerlo. Al fin dijo: “¿De dónde sacaste el cuento?” No supe cuál era la respuesta esperada por la maestra que me miraba sobre sus lentes. Continuó: “Lo que creo es que este texto no es tuyo”. “No sé qué decirle, dije atontado. No sé si tomarlo como un halago o como una ofensa. Pienso presentarlo al Interpreparatoriano, y con lo que me dijo, creo que tiene posibilidades.” Esbocé una sonrisa. “Soy presidenta del departamento de literatura de la prepa. Y ese cuento no pasa, no me voy a exponer a un reclamo por derechos de autor.”
Así empezó la guerra. Un amigo rokero hasta el último de sus granos sebosos sentenció: “Ya te chingaste”. La maestra de lógica decidió dar batalla. A nuestras huestes llamó a otro maestro, un filósofo y abogado, cuyo cuerpo era una compacta masa roja. Nunca creí que tendría que ver con ese hombre de gran nariz con venas. Luego la suerte me acercaría a otros viejos genios del estilo. La maestra contó el caso a su mentor y él se sumó a la lucha contra esos “mediocres y frustrados profesorcillos, incapaces de tolerar el talento de nuevas generaciones.”
Con el orgullo más alto de lo que llegó a hondear la bandera de la huelga en el asta del patio central, anduve los días creyéndome un hombre de polémicas generacionales, depositario de esperanzas, confianza y talento. Me pavoneé como un ganso blanquísimo.
La disputa entre los profesores me dio la razón. Pasé a la competencia con otras prepas, y, finalmente, gané el primer lugar. La maestra de literatura me dio la noticia y la besé impulsivamente.
Se organizó una lectura pública del texto en un salón de esos que nunca se abren porque son para conferencias, y nunca las hay en esas escuelas. Antes de leer el cuento, dije unas palabras sobre el lesbianismo. No dije nada de que me encantaba, como a todos mis compañeros, ver a dos mujeres metiéndose mano, o imaginar a algunas de las más sensuales condiscípulas en una experiencia homosexual. Hablé sobre los derechos humanos, y cosas así.
En la premiación me encontré con que compartiría el primer lugar de cuento con una cachetona que no tenía ningún interés en la literatura, más bien su pasión estaba enfocada en la química. Me sentí derrotado.
Con el tiempo, me gané la confianza de los profesores del cubículo, donde el maestro rubio y colorado era como el presidente, a la manera democrática, pensaba. Allí exponía mis poemas crípticos. Desde su silla, el maestro confesaba no entenderlos, pero apreciarlos sinceramente. Un día llegó con un regalo para mí: un par de libros.
Los saqué de su bolsa con búhos rojos. Me encontré con Cartas a un joven poeta y El guardián entre el centeno. Sobre el primero, dijo que era un título indispensable, después de ese, otros imitarían la fórmula del título para presentar libros aleccionadores. Sobre el segundo, recordó sus primeras lecturas, compartidas con sus compañeros de generación, los autonombrados: Los jóvenes iracundos. Conocí más detalles de la vida de este maestro conforme pasaron los años, entre las cosas que supe fue que se parecía a las fotos juveniles de J.D. Salinger (autor del Guardián entre el centeno) y que unos jóvenes escritores mexicanos le hicieron cambiar su manera de pensar, sus principios filosóficos.
Leí lentamente los volúmenes. El segundo me disgustaba un poco por su traducción plagada de españolismos (jo, bragas, etc.). Pero me atrapó, como a muchos de los jóvenes que tienen entre sus manos el título. Después vi un documental sobre la muerte de John Lennon donde supe más del libro que había concluido.
Actualmente murió el escritor J.D. Salinger. Sobre él y su libro (The Catcher in the Rye), todos hablan. Y a mí sólo me queda recordar a esas generaciones del descontento, iracundas, inconformes, contradictorias, que han crecido con ese título bajo el brazo. Además de rememorar, también mi juventud, mi adolescencia, interminable, creo. ¿Pero la de quién termina por completo?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Esta historia ya la había escuchado, pero leerla es mejor. Sin duda el viejo Salinger estaría orgulloso del caracter incendiario de su obra maestra. Hacen falta más libros así. Sobre todo, hacen falta más historias personales con que potenciar muchos muchos lomos, hojas y capitulares de muchos muchos libros como Catcher in the rye. Saludos.
Publicar un comentario