Por: Everest Landa
El jazz ha sido cobijado por los mexicanos hasta lograr una serie de colores de distinto brillo, y lo mismo destellan en la propia tierra que en el extranjero. Al juntar esas diferentes luces se puede contemplar, de lejos, que se forman en tres bandos: verde, blanco y rojo. Igual que la bandera ondeante en el comienzo de esa fiesta nacional.
Mi delirio patriótico empezó en el zócalo, donde pretendía “dar el grito”, pero la multitud y sus aplastamientos pudieron más que mi entusiasmo. Entonces salí disparado a un salón de la calle de Allende. Bebí cervezas y rones con gente desconocida hasta que una bronca ajena me proyectó la botella casi llena de cerveza que hizo fluir sangre de mi cabeza. En el alboroto me escabullí.
La calle me presentó a ciertos tipos oscuros que fumaban en una esquina fría, compartí el humo con ellos.
Luego de otros dos sitios nada amigables y varios tragos más, una desconocida me llevó a una fiesta. Me condujo por callejuelas estrechas, oscuras. Su perfume era el de la aventura, entonces no tuve más alternativa que seguirla.
Durante el camino perdía la visión, me aturdían mis pasos.
Después de tropezar dos o tres veces en un laberinto de banquetas y edificios, por fin llegamos a un edificio viejo, con piso de mosaicos floreados. Cuando subí las escaleras del edifico y abrí la puerta me encontré con jazzistas mexicanos de ayer y hoy bebiendo, conversando y tocando. Estaba en medio de un montón de cronopios, por lo tanto, no cuestioné las retorcidas líneas lógicas que se cruzaban frente a mí en absurdos temporales y espaciales.
A la batería Tino Contreras, con sus enormes lentes oscuros, dirigía los tamborazos de un grupo rítmico conformado por diferentes manos: siguiéndole los brazos pude reconocer que correspondían a Salvador Merchand, Antonio Sánchez, Fernando Toussaint, Giovani Figueroa, Alejandro López Luna el Pinocho y Oxama. El conjunto ofrecía una sonoridad de platillos deslumbrantes, toms determinantes, tarolas amplias, tumbas que daban distintas notas de la vocal o, y escobetillas que raspaban como pies en el suelo de polvo mágico.
El piano rectangular parecía construido por el más entusiasta y detallista sueño de Julián Carrillo. Tenía tantas teclas que daba la vuelta por varias paredes del departamento, se metía a las alcobas, pasaba por la barra, la biblioteca... Los dedos iban y venían, algunos de los ejecutores se paraban y daban unos pasos hasta llegar a la nota imaginada y regresaban en una escala espasmódica. Pude reconocer en las teclas a los barbados Alejandro Corona y Eugenio Toussaint, el fantasmal Juan José Calatayud, el sonriente Héctor Infanzón.
El humo del lugar aumentaba, allí no existía ley antitabaco, ni ninguna otra norma que la del placer. Yo seguía escuchando con claridad la música, algunos vasos que chocaban en el aire, las risas, las platicas que se formaban con un azar y unas líneas argumentales tan imperceptibles pero tan contundentes como el bajo de cinco metros que allí tenían. El brazo y las cuerdas habían sido fabricados en un puerto ahora sumergido bajo el Mar Mingus, al norte del norte; el cajón fue labrado en Paracho, Michoacán, de un ahuehuete traído de Oaxaca. En escaleras estaban subidos, tocándolo Austín Bernal y Aarón Cruz. Mientras que en las cuerdas de bajos eléctricos, se posaban las yemas de Raúl Olvera, y en las de guitarras de cien pastillas, Cris Lobo aullaba tonadas que Pablo Reyes y Demián Gálvez contestaba en un diálogo de profundo entendimiento.
Saxofones, habían muchos. Tomy Rodríguez balanceaba el suyo mientras soltaba notas calientes. Inventando poemas sonoros, Juan Alzate, pasaba de la sala al comedor. El instrumento de Remy Álvarez sacaba un aliento de brillo jade. Libre y anárquico, Germán Bringas alteraba la templanza de las copas que sosteníamos algunos con sus digitaciones.
Las trompetas y otros instrumentos sonaban, caras cantaban: Iraida Noriega, Magos Herrera, Verónica Ituarte… Imposible nombrarlos a todos.
De pronto, una voz perdida gritó el nombre de próceres patrios, hubo campanadas y otros alaridos completaban la letanía en el unísono de “viva, viva”. Después, cada uno tomó su instrumento e hicieron una versión de mil voces libres a la partitura de Jaime Nunó. El Himno duró casi una hora. Los jazzistas al grito de música, aprestaron la síncopa y el sabor. Pude sentir el sonoro rugir del cañón. Retembló, en sus centros, la tierra, con la improvisación magnánima. Todos a la voz de ¡Unión! ¡Libertad!
El alcohol, el humo, el yoga, el olor a pólvora en el ambiente, algo mantenía a estos hombres y mujeres incorruptibles en su afán de tocar. El aroma de la mujer que me había traído, había resultado cierto. Salí del departamento totalmente fatigado. Bajé las escaleras sin evitar el resbalar por unos cuantos escalones. Caminé hasta un café que habría sus puertas a trasnochados como yo, agotado, pero satisfecho de amar a esa mujer en el cuarto de un edifico perdido en los laberintos de su propio cuerpo. Recordé su rostro en la negrura del café: era el más bello y ambiguo: tenía ojos vivos, nariz precisa, boca deliciosa, mejillas aterciopeladas. La locura tenía el físico más hermoso y el alma más intrépida; su casa era de mosaicos floreados.
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