Me quiero poner a escribir sin interrupciones, roturas o grietas, porque quiero extenderme poquito, pero de un jalón, sobre eso que son las buenas voluntades.
Para empezar, creo que las buenas voluntades son irrupciones que hienden la cotidiana tarea de respirar, trabajar, tragar y cagar y nos refrendan las ganas de hacer algo más. Son la imagen de un caballo de palo o una ilusión inocente, una corazonada, la brillante palpitación de la gana por iniciar o sumarse en alguna empresa.
Por un lado, esas luces destellantes sirven para que --aunque sea por un momento-- las cosas del diario se opaquen y adquieran el sitio que les pertenece de nebulosa estaticidad. Entonces la buena voluntad es un impulso de movimiento, ola, viento o chasquido. Y hace tanta falta y resulta tan gratificante su existencia, que cuando surgen, se enciende algo en la penumbra, el mundo respira hondo y exhala vida.
Hacen falta más personas que flasheen, que relampagueen en estos cielos tan negros e inertes.
Pero, por otro lado, esas buenas voluntades casi nunca culminan y entonces enmohecen y se vuelven frustración. Devuelven al caballo de palo a su estante polvoriento, estorboso. ¿Qué niño quiere jugar con esos divertimentos cuando tienen a la mano video juegos? A la inocencia de la madera-cuerpo, la tela-cara y el estambre-crin la aplasta la plasta del día a día y la transforma en estupidez. El incendio de la estrella fugaz se reprime y desgasta antes de tornarse en sol al que le giren los planetas como palomas, dejando en su muerte un hoyo más oscuro del que había en su lugar. La (buena) voluntad queda incumplida por la flaqueza del tesón, del arrojo y se transforma en amarga voluntad. Por eso las buenas voluntades llenan las alcantarillas y apestan tanto, recordándonos en su putrefacción que casi siempre nacen imposibles.
Qué difícil fraguar lo intangible.